Es la crónica imaginaria de los últimos minutos de Diego Felipe Becerra, joven asesinado por la policía en la avenida Boyacá por estar haciendo un graffiti.
Ahora, tirado en el suelo, me caen las gotas calcinadas de esta ciudad que no deja de llover. Mi parcero ya debe estar lejos y debe estar esperándome. Se va a llevar una sorpresa cuando mañana le toque vestirse de “rico”, ponerse un trajecito de esos, mientras yo lo miro desde un ataúd abierto.
Bajo las escaleras.
—Dieguito, no se vaya a demorar-, dice mi mamá.
—Sí, ma. —respondo sin ganas.
—¿Si lleva pa’l pasaje?
Cierro la puerta.
Me caen las gotas y se mezclan con la sangre que sale a chorros. Yo no tenía ni idea que tenía tanta, no tenía ni idea que era tan roja. Veo como va deslizándose por el andén hacia la boyacá y se encuentra con la suciedad. Los líquidos de mis órganos hacen una danza en las grietas del pavimento y me da la impresión de que el único que está ahí para ver el espectáculo soy yo. Se oyen las sirenas de los tombos que se escapan pero nada que llega la ambulancia.
Me fumo un plon.
—Dieguito, si no tiene luca pal guaro, fresco —dice mi parcero y me quita el porro.
—No, no tengo. Pero igual a usted no le venden —respondo.
—Eso es cuestión de no dar visaje —dice mientras tose y disipa el humo con la mano.
—Venga pero, ¿será que María no trae las polas?
—¿Usted cree que la van a dejar salir? la tienen re fichada en la casa —mira molesto la punta que ya se apagó
—Pues cuando llegue Johnny le decimos que compre él con su plata y luego le pagamos. Más bien camine que se hace tarde
Me paso la calle sin mirar a los dos lados.
Debajo del puente las luces siguen titilando. ¡Que mierda! ni para escoltar mi entrada al infierno sirve el alumbrado público de esta ciudad. Todo sigue muy callado. Ya no suena ni la moto de los policías. No se ha acercado nadie a gritar. Lo único que está ahí es el poste de luz, intermitente.
Me mojo los labios con la lengua.
—Dieguito, ¿Por qué hablaría de esas cosas contigo? Me daba la impresión que ustedes no eran muy amigos —dice María.
—Pues no, imagínese. Pero es que yo quiero saber el man en qué anda —respondo.
—Pues nada, ahí le lleva flores y esas vainas pero equis, nada muy serio.
—¿Cómo así? Mucho cursi el hijueputa —le digo rayado.
—Ay, usted me dio flores a mi una vez —se ríe pasito.
—Si, pero era distinto.
Me levanto.
Todo lo que costaron los sprays de pintura y me pegaron el pepazo al primer rayón. La tapa está en la mitad de la calle y le pasan por encima los carros que por una u otra razón no se han dado cuenta de mí. En todo caso, no tengo dolor. Más bien, es un corrientazo que se siente rico por todo el cuerpo pero no dolor. Mis ojos se empiezan a cerrar. Me siento como cuando uno se acuesta con harto sueño y mientras uno se va yendo la televisión se queda prendida. Se van acabando los colores, se van diluyendo los grises, se desdibujan las sombras. Quedan los murmullos molestos de fondo que gritan que hay un mundo real. Me pregunto ¿A donde carajos se va uno cuando se duerme?
Voy caminando por la calle.
—¿Qué se sentirá volar? —me pregunta no me acuerdo quien.
—Usted sí pregunta maricadas —respondo.
—Pues si parce, rico estar bien alto y ver todo el mundo así chiquitico
—¿Metió antes de venir?
—Ay, marica no sé. A mí sí me hubiera gustado nacer en otro cuerpo. Salir volando cuando estoy en problemas. Que nadie me pueda perseguir.
—¿Y a usted no le sirven las piernitas para correr?
—No es lo mismo.
Algo me hace girar la cabeza.
Mis zapatos salieron volando también. No alcance a volarme yo. Sigue el poste titilando como si no quisiera alumbrarme. Muy prudente porque no me da el protagonismo que en mi muerte debería merecer. Muy modesta su decisión de no iluminar el escenario del final. Seguramente, no quiere que me ponga a monologar o le da asco verme.
Ya no me salen lágrimas.
—Dieguito ya no más, deje de llorar —dice mi abuela.
—Pero… —intento responderle.
—Mire a usted le va a tocar aprender dos cosas en la vida. La primera es que la gente se va, no vuelve. La segunda es que hasta que no se usted no se muera le toca aguantarse vivir.
La miro raro.
—Vea dieguito —sigue mi abuela calmada —no siga llorando porque peores cosas le van a pasar en la vida. Así como en cualquier momento puede sonar el teléfono de que apareció también se puede quedar en silencio. Peor fuera que llamaran a decir que lo encontraron muerto ahogado en cualquier caño.
Me da la impresión que mi abuela no sabe muy bien qué decir para consolarme, pero eso no ayuda
—No se acostumbre a tener deudas con los milagros.
Miro abajo.
Mientras agonizo, ya no queda ni el ruido ni la furia. A través de las barandas del puente lejano los veo golpear. No vienen hacia mí pero los sigo de cerca. Vuelven a dar golpes y veo sus piernas manchadas de barro. Veo la desaparición de los rayos después de que se oculta el sol. Es curioso porque tienen el mismo aspecto de aquel que muere joven. El de la vida corta más corta. El del grafitero que no supo correr. El de la bala del tombo que vino a quedarse. Se parece a la luz que lo tuvo todo y lo perdió. Es la sangre que no llega. Los órganos que paran. Los ojos que se cierran. El cielo que se abre. La muerte que escupe en la escena del crimen.